La película propuesta para esta ocasión es El Viaje de Chihiro.
¿Qué es ser un cerdo? ¿En quién nos convertimos cuando dejamos que la necesidad se apodere de nosotros sin medida?¿Es la necesidad la que nos hace cerdos o la competencia ligada a la necesidad que desarrollamos por nuestra condición? ¿Tendríamos salvación, posibilidad de cambio, si en ello nos convertimos? ¿Seríamos sin nombre? ¿El oro, la riqueza, nos engaña y nos consume? ¿Cuántos de nosotros tenemos hechizos en nuestro interior, como secretos, que nos aprisionan y nos encarcelan? ¿Cómo nos conducimos si somos un sin rostro, o si este es solo una máscara constante? ¿Es la mirada del amor la que puede distinguirnos unos de otros en un mundo en el que todos somos productos de un gran sistema? ¿En caso de ser salvados, recordaríamos el peligro corrido?
El universo creado por Hayao Miyazaki a través de sus obras en el famoso Studio Ghibli, nos adentra, a través de una estética y una imaginería alejada de los patrones culturales occidentales, en un universo de preguntas que subyacen bajo el discurso narrativo aparente y de forma disimulada, velada, tras una cortina de personajes que funcionan como engranajes necesarios en el contexto cerrado de un discurso que, al finalizar, nos dejará la inquietud de no tener muy claro si hemos entendido o no lo que el autor nos quería decir.
Y ahí queda encerrado el misterio de la obra de Miyazaki; en el “do” (o camino) que constituye cada una de sus obras fílmicas, y que en este caso alcanzó un éxito tanto de público como de premios.
Y es que Chihiro, desde su mirada, nos plantea una serie de retos a los que hemos de responder: pero la respuesta no es única sino que depende del personaje, del momento, de si se pretende obtener a la luz de la visión focal o periférica del relato.
Una obra recomendable para cualquier época del año, pero especialmente en verano cuando la luz del sol y la negrura de la noche se asemejan en gran medida a la gama de colores propuesta en el largometraje.
Verla para preguntarse. Disfrutarla para dejarse ensoñar por su música. Recordarla para desear un baño que desobstruya ese taponamiento interior que todos tenemos y que nos llena de cosas inservibles como la basura que queda en el fondo enlodado de un río.
Y al fin y al cabo, verla para soñar en ser una niña que crece ante la soledad descubriendo la fortaleza que deviene de la obligación de sobrevivir, de madurar, de encontrar el sentido al propio nombre; hasta descubrir que nuestro sueño, ese que nos salvará de convertirnos en cerdos es el sueño, cambiante como el agua fluvial, soñado en la infancia.
Por último, y si aún no se ha decidido a dedicar un espacio de su vida a ver, o rever, esta película existe una clave más a considerar: Miyazaki sitúa, como en él es habitual, el protagonismo en un personaje femenino, dejando lucir una suerte de roles que en otras obras estéticas quedarían menospreciados. Y es que el autor, desde ese posicionamiento constante en sus protagonistas, muestra el valor del cuidado como un personaje más de la obra.
Disfrutar de ese viaje, el de Chihiro, es disfrutar de un viaje que todos hacemos en la vida: con las preguntas, incómodas por irresolubles, que lo acompañan.
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